De ovejas y razas malditas al efecto Dunning-Kruger
- Pablo Mauricio Bustamante Salinas

- 21 oct
- 5 Min. de lectura
Para entender las elecciones de segunda vuelta y sus reacciones en el país
Bolivia está, ahora mismo, atravesando su eterno octubre de confusión y violencia. En un país golpeado por todos lados uno creería, desde la más absurda inocencia, que algo se habría aprendido en este tiempo. Pero, al parecer, nada ha cambiado. El mapa electoral lo revela: allí sigue esa división que atraviesa de norte a sur nuestro país.
No solo eso, sino que, tras la victoria del PDC (partido con el que no comulgo para nada —ni desde su visión política fundacional, ni por su “alquiler al mejor postor” en las elecciones, y menos aún por sus propuestas presentadas—), volvieron a salir a la superficie los peores impulsos de nuestra vida pública. Quisiera decir “fantasmas”, pero me parece más acertado: mugrientos muertos vivientes, hijos del racismo más recalcitrante.

Hace unas semanas dieron mucho de qué hablar una serie de tuits (ahora desaparecidos) del candidato JP. Muchos salieron a defenderlo por ser un pobre imberbe de 23 añitos, que seguro no sabía lo que hacía, que el pobrecito no entendía la magnitud de sus dichos. Hoy se ve que esa defensa, para muchos, poco tenía que ver con la incapacidad de un infante de apenas dos décadas para saber lo que escribía, sino con una identificación con lo dicho y con una necesidad instrumental de creer que eso no implicaba algo “malo” en sí mismo. Con razón, la narrativa pasó por presentarlo como un notorio e improbable montaje, del que luego pareció mejor callar que asumir.
Mensajes que acusan de ovejas, “razas malditas”, estúpidos, imbéciles, “indios de mierda”, bestias, animales, a quienes optaron por votar diferente inundaron las plataformas al día siguiente de las elecciones. ¿Es acaso otro desliz juvenil para ocultar dentro de quince años? ¿O ya podemos admitir que se trata del más vil y pusilánime racismo exacerbado, evidenciado por la derrota? No estamos ante un error de juventud, sino ante una reacción social profundamente arraigada que revela cuánto sigue pesando el desprecio de clase y de origen en nuestro país.
¿Es un simple desfogue de jóvenes que no saben controlar sus hormonas veinteañeras? ¿O es ya una muestra sistemática del bastardo juego de sentirse superior al otro por la ilusoria pretensión del color de piel, la condición social o la supuesta superioridad en educación?
En ambos casos, el problema es el mismo: la convicción ciega de tener razón sin haberla pensado. Ahí comienza el efecto Dunning-Kruger, esa trampa mental en la que la ignorancia se confunde con certeza moral.
Me pregunto si, de verdad, quienes escriben esos mensajes creen que así van a poder construir una opción real para buscar el voto de esos grupos sociales que hoy aseguran despreciar vilmente. ¿Cómo piensan seguir en la contienda política? (Suena levemente Talacocha a lo lejos, mientras algunas voces —entre rezos— ruegan que los militares tomen el poder). Porque concordamos en que hablar de un “voto inteligente” o “voto informado” no fue la mejor estrategia para lograrlo, ¿verdad? Después de todo, eso implica que existe una posición tonta y desinformada donde se supone que están ahora esas personas, algo que, viéndolo en retrospectiva, no suena demasiado inteligente para convencer a nadie.
No sé si alguien votaría por otra persona que le diga: “oye, eres un gil… no quieres ser tan gil… vota por mí y te prometo quitarte lo gil”. A veces el paternalismo ilustrado termina siendo tan violento como la ignorancia que dice combatir.
El toque final es que, bajo esa consigna de que el otro —inoperante y tarado— votó por la opción diferente a la mía, se levanta otro discurso: el que, apelando al racismo, empieza a justificar a un podcaster que ahora es comentarista tras un concurso televisivo de competencias deportivas, o a una diputada chilena para la que la falta de oxígeno reduce las capacidades cognitivas de la población boliviana.
Tras dicha justificación, muchos de estos sujetos, que obviamente no están en el grupo mencionado por dichos personajes y se consideran poseedores de poderosas capacidades intelectuales, sugieren que solo los doctos y leídos como ellos deberían ser quienes elijan representantes. Tras esas afirmaciones decidieron amplificar su apuesta para acusar de fraude por una supuesta manipulación del sistema de conteo rápido (SIREPRE), que en un “oh, inesperado giro” quedaba al descubierto porque el sistema de conteo oficial no coincidía con esos resultados (fomentados y hasta validados por un periodista extranjero que lanzara declaraciones desinformadas por su medio internacional).
Extrañamente, parecía que todos (incluido el presentador de la CNN) iban en el mismo vuelo guajiro que sufrió una descompresión de cabina: ya que al parecer el oxígeno les faltó súbitamente, pues olvidaron entender que, mientras el conteo rápido ya iba con un 92% de actas escrutadas, el oficial apenas llegaba a casi un 18%. Extraño traspié viniendo de las mentes “iluminadas” que supuestamente son las únicas llamadas a participar en elecciones futuras. Tal vez el efecto Dunning-Kruger también viaja en clase ejecutiva. A menos — que en una jugada inesperada— ellos mismos no se estuvieran incluyendo como parte del selecto grupo elector futuro.
Eso es una forma del efecto Dunning-Kruger, del que se ve mucho en el país. De un lado a otro del espectro político no faltan quienes descalifican con la ferviente creencia de que saben de lo que hablan. Están completamente seguros de estar del “lado correcto” y del lado superior de la historia; creen que sus dichos sobre aquellos supuestos ineptos no los incluyen. Y ahí radica el peligro: el sesgo cognitivo no distingue colores ni banderas. Todos, en algún momento, creemos saber más de lo que realmente sabemos.
Sí, puedo estar de acuerdo en que uno de nuestros principales problemas al afrontar una elección puede estar en la cuestión educativa. Pero de manera clara eso no proviene solamente de una zona o región, ni de un color de piel y por lo visto tampoco de un grado de escolarización sino de una situación generalizada en la que quizá sería mejor aceptar que somos, en buena medida, todos medio opas: fáciles de engañar, manipulables y poco preparados para identificar noticias falsas y tergiversaciones malintencionadas.
Reconocerlo no nos hace menos, nos hace más conscientes de nuestra vulnerabilidad colectiva. Y quizá la posición más honesta, antes de despotricar sin saber, es pedir, como una amiga puso en sus redes: “No entiendo, ¿alguien me puede explicar lo que pasa?”
Hoy Bolivia enfrenta un nuevo escenario: partido en múltiples facciones de poder. Después de mucho tiempo, la negociación (no se lea “el negociado”) es el punto de balance entre lograr algo o bloquearlo.
En un país que está en constante deriva, el extremismo de posiciones no hace más que debilitar la frágil capacidad administrativa que existe. Es ese mismo extremismo el que justifica cualquier movimiento con tal de perjudicar al que es visto como rival. Cada vez que un bando gana, parece olvidar que el país entero pierde un poco más.
Ese discurso prefabricado para manipular a las personas, sin importar nada más que el beneficio obtenido, nos está llevando al borde de un abismo —político, social y cultural—. ¿Vamos a saltar a él solo porque alguien nos dijo que el otro es el monstruo que nos persigue y del que debemos escapar? Tal vez el primer paso para no hacerlo sea dejar de ver monstruos y empezar a vernos como realmente somos. No sé; yo elijo no saltar.



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